Entre todas las leyendas de nuestra ciudad, que son muchas y que están desperdigadas por todo nuestro Centro Histórico, hay una de tantas que rescató en su libro Las calles de México el legendario cronista de la Ciudad de México Luis Gozález Obregón y que sucedió en la calle que hoy conocemos como República de Perú, la relata con las siguientes palabras:
«Por los años de 1670 a 1680, según las sesudas investigaciones de Don Francisco de Sedano, vivía en esta ciudad de México y en la casa número 3 de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, ahora número 100, calle atravesada entonces de Oriente a Poniente por una acequia, vivía, digo, un clérigo eclesiástico; mas no honesta y honradamente como Dios manda, sino en incontinencia con una mala mujer y como si fuera su legítima esposa.
No muy lejos de allí pero tampoco no muy cerca, en la calle de de las Rejas de Balbanera, bajos de la ex-Universidad, había una casa que hoy está reedificada, la cual antiguamente se llamó Casa del Pujavante, porque tenía sobre la puerta “esculpido en la cantería un pujavante y tenazas cruzadas”, que Sedano vio varias veces, y que decían ser “memoria” del siguiente sobrenatural caso histórico que el incrédulo lector quizá tendrá sin duda por conseja popular.
En esta casa habitaba y tenía su banco antiguo herrador, grande amigo del clérigo amancebado, item más, compadre suyo, quien estaba al tanto de aquella mala vida, y como frecuentaba la casa y tenía con él mucha confianza, repetidas ocasiones exhortó a su compadre y le dio consejos sanos para que abandonase la senda torcida a que le había conducido su ceguedad.
Vanos fueron los consejos, estériles las exhortaciones del “buen herrador” para con su “errado compadre” que cuando el demonio tórnase en travieso Amor la amistad es impotente para vencer tan satánico enemigo.
Cierta noche en que el buen herrador estaba ya dormido, oyó llamar a la puerta del taller con grandes descomunales golpes, que le hicieron despertar y levantarse más que de prisa.
Salió a ver quién era, perezoso por lo avanzado de la hora; pero a la vez alarmado por temor de que fuesen ladrones, y se halló con que los que llamaban eran dos negros que conducían una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicándole le herrase inmediatamente la bestia, pues muy temprano tenía que ir al Santuario de la Virgen de Guadalupe.
Reconoció en efecto la cabalgadura que solía usar su compadre, y del oficio, y clavó cuatro sendas herraduras en las cuatro patas del animal.
Concluida la tarea, los negros se llevaron la mula, pero dándole tan crueles y repetidos golpes, que el cristiano herrador les reprendió agriamente su poco caritativo proceder.
Muy de mañana, al día siguiente, se presentó el herrador en casa de su compadre para informarse del por qué iría tan temprano a Guadalupe, como le habían informado los negros, y halló al clérigo aún recogido en la cama al lado de su manceba.
-Lucidos, estamos, señor compadre –le dijo-; despertarme tan de noche para herrar una mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas, ¿qué sucede con el viaje?
-Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno – replicó el aludido.
Claras y prontas explicaciones mediaron entre los dos amigos, y al fin de cuentas convinieron en que algún travieso había querido correr aquel chasco al bueno del herrador, y para celebrar toda la chanza, el clérigo comenzó a despertar a la mujer con quien vivía.
Una y dos veces la llamó por su nombre, y la mujer no respondió. Una y dos veces movió su cuerpo, y estaba rígido. No se notaba en ella respiración, había muerto.
Los dos compadres se contemplaron mudos de espanto; pero su asombro fue inmenso cuando vieron horrorizados, que en cada una de las manos y en cada uno de los pies de aquella desgraciada, se hallaban las mismas herraduras con los mismos clavos, que había puesto a la mula el buen herrador.
Ambos se convencieron, repuestos de su asombro, que todo aquello era efecto de la Divina justicia, y que los negros, habían sido los demonios salidos del infierno.
Inmediatamente avisaron al cura de la Parroquia de Santa Catarina, Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, y al volver con él a la casa, hallaron en ella al R.P. Don José Vidal y a un religioso carmelita, que también habían sido llamados, y mirando con atención a la difunta vieron que tenía un freno en la boca y las señales de los golpes que le dieron los demonios cuando la llevaron a herrar con aspecto de mula.
Ante caso tan estupendo y por acuerdo de los tres respetables testigos, se resolvió hacer un hoyo en la misma casa para enterrar a la mujer, y una vez ejecutada la inhumación, guardar profundo secreto entre los presentes.
Cuentan las crónicas que ese mismo día, temblando de miedo y protestando cambiar de vida, salió de la casa número 3 de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, el clérigo protagonista de esta verídica historia, sin que nadie después volviera a tener noticia de su paradero. Que el cura de Santa Catarina, “andaba movido a entrar en religión”, y con este caso, acabó de resolverse y entró a la Compañía de Jesús, donde vivió hasta la edad de 84 años, y fue muy estimado por sus virtudes, y refería este caso con asombro”. Que el P. Don José Vidal murió en 1702, en el Colegio de San Pedro y San Pablo de México, a la edad de 72 años, después de asombrar con su ejemplar vida, y de haber introducido el culto de la Virgen, bajo la advocación de los Dolores, en todo el Reino de la Nueva España.
Sólo callan las viejas crónicas el fin de R.P. carmelita, testigo ocular del suceso, y del bueno del herrador, que Dios tenga en su santa Gloria».
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